De acuerdo con encuestas recientes, la inmigración constituye uno de los problemas que más preocupa a los españoles. Si interpretáramos estas encuestas como lo hacen algunos medios de prensa, tendríamos que pensar que la presencia entre nosotros de trabajadores extranjeros tiene hoy la misma dimensión de "problema" -y, si acaso, la misma gravedad- que en otros momentos tuvieron asuntos como el paro o el terrorismo.
Para una amplia mayoría, “inmigración” es hoy sinónimo de llegada masiva, desordenada, clandestina y suicida de personas procedentes de países extremadamente pobres. Gentes con mala salud, educación casi nula y, por lo general, víctimas de alguna mafia del mar.
{mosimage}Los medios de comunicación llaman “inmigración” a este tipo de desplazamientos, y con ello parecen olvidar a la inmigración real, a la ordenada, a la que cumple con las exigencias legales y a la que está dotando a la economía española de personas laboriosas que se adaptan con facilidad y rapidez a su mercado de trabajo.
No hay dudas acerca de que Europa enfrenta un duro reto derivado de la presión que sobre sus fronteras vienen ejerciendo los flujos de desplazados procedentes del África. Esta presión provoca graves problemas que es necesario resolver, mediante el refuerzo y mejoramiento de la capacidad de algunas autonomías españolas para atender a desplazados en situación desesperada. Debemos ser realistas y reconocer también que son problemas que no afectan a todas las autonomías por igual y que las que más los sufren son aquellas que se encuentran en el continente africano o próximas a él.
El problema del nombre
Pero al lado de este problema están apareciendo otros. El más grave, el que provocan quienes se empeñan en seguir llamando “inmigración” a los desplazamientos que afectan a las costas canarias y a las vallas africanas de Ceuta y Melilla.
A juicio de quien escribe estas líneas, estas situaciones no constituyen inmigración en sentido estricto y deben ser diferenciadas de la inmigración real por tratarse de fenómenos sustancialmente diferentes, con raíces, motivaciones y consecuencias también distintas.
La utilización de un lenguaje impreciso, o calculadamente ambiguo, perjudica a los verdaderos inmigrantes en su consideración social, en su dignidad personal y entorpece, de un modo aún no suficientemente valorado, el proceso (necesario) de expansión de las redes de confianza, que son la base del crecimiento de la economía española y que nos protegen de la amenaza disgregadora de la xenofobia.
Inmigración y mercado de trabajo
Pocos se han ocupado hasta ahora de la cuestión terminológica. Uno de ellos ha sido el presidente del Gobierno español, al manifestar recientemente que lo que se está viviendo en las costas canarias "no es inmigración, sino un fraude contra las personas". Zapatero ha insistido otra vez en la necesidad de vincular inmigración con trabajo o, lo que es lo mismo, inmigración con legalidad.
Parece evidente que si consideramos inmigrante al que abandona su lugar de origen para labrarse un futuro mejor en el país de destino, mediante su trabajo, exigir una conexión real entre la inmigración y el mercado de trabajo no es –como se ha dicho- practicar un reduccionismo economicista, sino hablar de la más pura realidad. La satisfacción de necesidades, que es base de la economía, lo es también de los movimientos migratorios.
Desde este punto de vista, no parece conveniente considerar inmigración a los desplazamientos de personas que no tienen como fin primario alcanzar el mercado de trabajo del país de destino, así como tampoco deben considerarse tales los que sólo buscan aliviar necesidades más urgentes y vitales de la persona desplazada y que nada tienen que ver con las necesidades de la sociedad de acogida.
Muchas de las personas que se desplazan desde el África, más que emigrar, huyen de sus países de origen y a veces lo hacen por otras razones que no son estrictamente económicas, como en caso de desastres naturales, inestabilidad política o falta de respeto a los derechos humanos en sus lugares de partida. En la mayoría de estos casos, la persona desplazada es consciente de que sus posibilidades en el mercado de trabajo del país de destino son virtualmente nulas.
Es, por tanto, necesario que nuestra opinión pública distinga con la mayor precisión entre ambos fenómenos para no confundir el problema con la solución.
El reto de mejorar nuestra inmigración real
El último retrato hablado de la inmigración en España se parece bastante poco al que dibujan los telediarios. Se lo debemos al reciente informe semestral de Caixa Catalunya sobre la economía española que certifica, de modo concluyente, que, de no ser por el aporte de la inmigración, el PIB per cápita español habría caído un 0,6% anual, en lugar del avance del 2,6% registrado entre 1995 y 2005. El mismo informe dice también que la mitad del crecimiento del consumo privado en los últimos años ha sido generado por los inmigrantes.
El modelo de inmigración puesto en práctica por España durante el último quinquenio ha sido exitoso, en la medida en que se ha ajustado con la perfección de un guante al modelo de crecimiento económico basado en sectores clave como el turismo o la construcción. Con esta base es muy probable que España acierte a definir el nuevo tipo de inmigración que necesita para favorecer la transición hacia un modelo productivo basado en la innovación, en el uso intensivo de las nuevas tecnologías, en el crecimiento de la productividad y en la competitividad internacional.
Pero todo ello, a condición de que seamos capaces de ver y tratar a nuestros inmigrantes como fuente de riqueza, de oportunidades, de diversidad y de mejoramiento de nuestras relaciones exteriores. Tratarlos como un “problema” o ver en cada uno de ellos a una amenaza, no parecen actitudes inteligentes ni responsables. Debemos darnos cuenta –y pronto- de que del modo en que resolvamos el "reto inmigratorio" depende hoy nuestra imagen de sociedad avanzada, socialmente justa y moralmente digna.
Un fenómeno en busca de un nombre
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