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Cuando la política se convierte en una creencia

Muchas veces me he preguntado por qué motivo la política de Salta no es mejor de lo que es. Por qué razón esta actividad que practicamos desde hace siglos y que a menudo nos promete que seremos más felices, o menos infelices de lo que somos, da siempre la impresión de no servir ni siquiera para solucionar nuestros problemas más simples.

No hay, desde luego, respuestas sencillas para estos interrogantes.

Puede que existan respuestas complejas, pero no me preocupo por encontrarlas ya que pienso que los problemas de la política, por muy complejos que sean, necesariamente deben tener soluciones simples, o al menos no tan complejas que impidan su comprensión por cualquier ciudadano.

Es sabido que la política divide a los salteños en muchos bandos y facciones, pero -desde cierto punto de vista- en realidad estamos divididos en dos grandes grupos: los que creen que practicamos una política excelsa e inmaculada, y los que creemos que nuestra política es mala de solemnidad.

Tratándose de Salta -y nada menos que de Salta- no es posible pensar en los anteriores como grupos homogéneos, pues al menos en el segundo de ellos existen otras dos familias bien diferenciadas: la de los que creen que todo está perdido y la de los que creemos que todavía es posible y que estamos a tiempo de mejorar la calidad y la eficiencia global de nuestra política.

Una lectura muy oportuna

Pensando precisamente en esto último, es decir, en la necesidad de aprovechar las oportunidades que se nos presentan para que nuestra política sea lo que tiene que ser (una actividad libre, flexible, agradable y humana) es que me ha resultado muy provechosa la lectura de la columna dominical que el escritor castellonense Manuel Vicent publica hoy en el diario El País.

Viene a decir Vicent que en un momento dado de la evolución de nuestro cerebro, el córtex, que es donde radica la inteligencia, se sobrepuso a los bulbos del límbico que gobiernan nuestras emociones. Y que desde ese momento la ciencia y las creencias han seguido caminos divergentes, con un ángulo cada vez más abierto.

Sin embargo -añade Vicent- "ciertos individuos tienen la capacidad de vivir con ese ángulo cerrado sin experimentar ninguna contradicción: pueden investigar en un laboratorio la aplicación de las células madre y pertenecer a la Adoración Nocturna".

"Hay que andar con cuidado con este tipo de gente", dice el escritor. "Se comportan de forma racional si pones en cuestión cualquier problema científico; en cambio se convierten en seres muy agresivos y peligrosos si te burlas de la patrona de su pueblo o del fundador de su orden religiosa o de la bandera de su nación".

"La ciencia es expansiva, universal y positiva (...); en cambio las creencias son más intensas y fanáticas a medida que están más concentradas en un ídolo, en un símbolo, en un sentimiento", añade el columnista.

Cuando las creencias aparecen en escena, esos seres racionales del ángulo estrecho "pueden convertirse en una fiera o en un idiota".

La política

Sucede lo mismo cuando la política se convierte en creencia.

Las ideas políticas, que debieran ser flexibles, modificables, adaptables a las circunstancias, se convierten en todo lo contrario cuando la pertenencia a un partido (a un bando, a una facción o a 'un proyecto') es elevada a la categoría de "sentimiento".

Mal que les pese a ciertos positivistas, la política no es una ciencia. Puede tener un enfoque científico y sus mecanismos pueden ser estudiados -como cualesquiera otros en donde intervengan los seres humanos- con las herramientas teóricas de las ciencias sociales. Pero la política es política, es decir, es un bien práctico, un tipo de actividad moral, un campo ético independiente y justificable por sí mismo.

En cierto modo me preocupa que algunos políticos de Salta -especialmente aquellos que tienen la responsabilidad de gobernar- muestren esa doble cara de la que hablaba Vicent; es decir, que se presenten como seres rigurosamente racionales, apegados a la ley y a la razón, pero que sean capaces de convertirse en fieras (o en idiotas) cuando alguien osa tocarles el ídolo, el símbolo, el sentimiento (o el bolsillo, que, para ellos, más que un símbolo es un sentimiento).

Cuando alguien ejerce responsablemente sus derechos ciudadanos y emite opiniones libres sobre los asuntos públicos (es decir, cuando realiza una actividad 'política') es casi inevitable pisar algunos callos y provocar algunos daños colaterales.

El problema en Salta es que a nuestros políticos (sobre todo a los que gobiernan) les gusta más bien poco que los contradigan. Muchos creen, en el fondo, que su nombre sólo debe aparecer en el bronce y que la patria les adeuda un agradecimiento eterno por los servicios prestados. Por eso es que cuando alguien levanta la voz para oponerse a alguno de sus designios, estas personas tienen la tendencia a ver en las críticas que reciben una 'enmienda a la totalidad', un ataque directo y terminal a sus sentimientos y a sus símbolos.

Incluso los menos pasionales (los del bolsillo) están inclinados a ver en la contradicción política un intento de llevárselos por delante, un atropello capaz de poner en peligro no sólo sus intereses y convicciones básicas, sino todo lo que son, es decir, su propia existencia como personas.

Es evidente que quien interpreta así a la política, está condenado a tener reacciones defensivas brutales y no precisamente 'políticas'.

Es preciso darse cuenta que esta forma de ejercer y de entender la política no sólo es una de las causas posibles de su mala calidad, sino que es especialmente descorazonadora y deprimente.

A menudo se pierde de vista que cuando la política se convierte en una creencia, no sólo se pierde calidad y efectividad, sino que se desencadenan reacciones negativas en los ciudadanos.

A algunos les provoca desdén, desesperación y desaliento; a otros quizá pereza y aburrimiento.

A mí, en cambio, el asunto me causa una gran preocupación, porque no hace falta ser un sabio para darse cuenta que si seguimos tratando a la política como una creencia, es decir, si consentimos que los bulbos del límbico prevalezcan sobre el córtex, en pocos años la política se habrá extinguido como actividad creadora que aspira al bien de todas las otras actividades humanas.

En otras palabras, que estaremos condenados a que la política siga sin dar respuestas eficientes y puntuales a los problemas colectivos y a que los ciudadanos vivamos perpetuamente con la sensación de que lo mejor (y casi lo único) que se puede hacer frente a la política es huir desesperadamente de ella.

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