Durante el siglo pasado, la ciencia progresó como nunca antes lo había hecho en los siglos precedentes; sin embargo, la mayoría de los avances científicos se consiguió a costa del empobrecimiento y la marginación de muchos seres humanos. El progreso de la ciencia y la tecnología hizo que la humanidad alcanzara las mayores cotas de prosperidad y bienestar de la historia, pero también se expandieron la pobreza y el hambre hasta niveles insospechados. Los países perfeccionaron los mecanismos para asegurar la paz, pero al mismo tiempo se produjeron las guerras más tremendas y devastadoras que recuerde la humanidad. Las conquistas de la libertad y de la civilización resultaron, a la postre, ensombrecidas por la barbarie, la opresión y el genocidio. Todo en un mismo siglo.
Solo hacia el final del periodo, el triunfo indiscutible del capitalismo, la aceptación prácticamente universal del mercado como sistema indispensable para la prosperidad, el colapso de la Unión Soviética y el empequeñecimiento del Estado en casi todos los continentes, propiciaron un acelerado proceso de expansión territorial de la democracia liberal como sistema de gobierno, que redujo significativamente el número de países regidos por dictaduras.
La difusión de la democracia fue acompañada por otros procesos igualmente vertiginosos: la aceleración de los intercambios económicos entre países, la interconexión e interdependencia progresiva de las economías nacionales, la mundialización de los mercados financieros internacionales y, especialmente, la interconexión tecnológica de estos y su virtual desregulación.
Un impulso de imitación
Sin embargo, transcurridas más de dos décadas desde el comienzo de aquellos procesos, es posible advertir hoy que el sostenido crecimiento espacial de la democracia, en muchos casos, no obedeció tanto a la sed de libertad, de justicia y de igualdad de los pueblos, hasta entonces oprimidos por dictaduras, cuanto a un impulso de imitación: la democracia liberal unida a la economía de mercado había conseguido, hacia finales del siglo pasado, construir una gran prosperidad en un número reducido de "países avanzados", mientras que las dictaduras, así como los regímenes autoritarios y populistas, -en general, salvo contadas excepciones- solo habían conseguido traer miseria y marginación para sus pueblos.La democracia formal -entendida como el reconocimiento de la soberanía popular, la celebración periódica de elecciones y la aplicación de la regla mayoritaria- se convirtió entonces en un instrumento al servicio de la prosperidad y del bienestar económicos, más que en una aspiración de justicia y libertad; en una carta de presentación para ingresar a un club de naciones cada vez más interdependientes entre sí, más que en una herramienta para la protección y realización efectiva de los derechos humanos y la consagración de valores como la igualdad o la solidaridad.
Las dudas democráticas
A comienzos de la segunda década del siglo XXI se comienza a poner en entredicho la relación positiva entre democracia liberal y economía de mercado, o, lo que es prácticamente lo mismo, se empieza a cuestionar si las dictaduras y los regímenes autoritarios y populistas, efectivamente, son (o han sido) solo capaces de producir atraso económico y tecnológico.Detrás de estas dudas cabalgan la profunda crisis económica y de legitimidad política que, desde 2008 en adelante, afecta a buena parte de las hasta aquí llamadas "democracias avanzadas", y otro hecho nada desdeñable: que muchos de los países denominados "emergentes" -que no solo han resistido mejor la crisis financiera internacional sino que están creciendo económicamente a tasas muy elevadas- poseen en realidad regímenes autoritarios, cuasidictatoriales o populistas.
Algunos de estos países, como China y los "tigres asiáticos" provienen de una larga tradición dictatorial o al menos autoritaria. Pero otros, como Rusia, Brasil o la Argentina son países de reciente democratización. La excepción es, quizá, la India, con una democracia muy antigua y consolidada, pero que exhibe altísimos niveles de desigualdad social.
Pocas dudas caben entonces acerca de que los dos factores antes apuntados han empujado a algunos países de democratización reciente a retroceder hacia fórmulas autoritarias y populistas (incluido el rebrote del caudillismo nacionalista), como única vía para garantizar el mantenimiento del crecimiento económico y, a través de él, para alcanzar mayores niveles de cohesión social.
El objetivo limitado del presente escrito impide entrar en los matices de este proceso de recidiva autoritaria que se está produciendo desde hace años en los países emergentes. Sin embargo, interesa destacar aquí lo que quizá constituya la paradoja más notable de este nuevo siglo: el marcado carácter instrumental de la democracia y el regreso a fórmulas autoritarias o populistas no solo parece estar presente en los países llamados emergentes, con economías hoy relativamente prósperas, sino también en algunos de los países avanzados, de larga tradición democrática, que se encuentran hoy afectados de modo singular por la crisis económica.
Países que llevaban seis décadas de crecimiento económico casi ininterrumpido y que, en base a mecanismos genuinamente políticos, inobjetablemente legales y probadamente democráticos, habían conseguido construir Estados del Bienestar sólidos y estables, atraviesan hoy por una profunda crisis que ya no solo amenaza con la quiebra financiera del Estado sino que también pone en riesgo a la propia democracia y al sistema de libertades públicas. En otras palabras, que en el ojo del huracán se encuentra nada menos que el sistema institucional que sustentó el crecimiento de estos países durante más de medio siglo.
El regreso de los "gobiernos fuertes"
Si bien todavía no hay señales inequívocas de un proceso de desguace a gran escala de las democracias del bienestar, sectores intelectuales y políticos de algunos de estos países miran hoy con una mezcla de recelo y envidia el éxito económico -por otra parte, indiscutible- de aquellos países con regímenes políticos difícilmente homologables a los estándares democráticos tradicionales.Desde el autoritarismo de China -la segunda potencia mundial- o Rusia, pasando por los regímenes cuasidictatoriales de algunos de los llamados tigres asiáticos, hasta el remozado populismo nacionalista de países como el Brasil o la Argentina, todo se conjuga para que en el Primer Mundo democrático comiencen a escucharse voces que abogan por el regreso de "gobiernos fuertes" capaces de conducir la economía con mano de hierro y de contener, con idéntica firmeza, la creciente inquietud popular.
En algunos casos -afortunadamente, por ahora, muy marginales- se ensaya incluso una tardía defensa de las dictaduras del siglo XX, algunas de las cuales -se dice- trajeron prosperidad para sus pueblos y sentaron los cimientos de la verdadera democracia. En esta línea de pensamiento, hay ya quien propone levantar la excomunión a dictadores como Francisco Franco o Augusto Pinochet, con el argumento de que "no fueron nefastos" para sus pueblos, y en el convencimiento de que, al igual que en la economía, en la política también existen "ciclos", en los que la variable de ajuste no parece ser otra que la libertad de los propios ciudadanos.
La sensación cada vez más generalizada de que hay países no muy claramente democráticos que están haciéndolo mucho mejor en materia económica está llevando a algunos a razonar de una forma parecida a la de Lenin cuando a comienzos del siglo pasado respondió a las inquietudes humanistas del socialista malagueño Fernando de los Ríos diciéndole aquello de "Libertad, ¿para qué?".
Los argumentos que se ofrecen desde estas posturas son, desde luego, sorprendentes, pues tienden a poner de relieve una de las mayores paradojas del siglo XX: la prosperidad y la "grandeza nacional" fue construida por los dictadores más crueles del planeta. En esta línea, se recuerda -ya sin complejos- que Mao Tse Tung fue el autor de la modernización y de la grandeza de China y que nunca aquel gigantesco país había alcanzado, hasta Mao, semejante grado de prosperidad.
En tiempos en que se demanda "mano fuerte" para controlar el desbocado déficit fiscal de los países ahogados por la crisis de la deuda, no falta quienes recuerdan que el caso de China no es único y que lo mismo ha ocurrido en casi todos los países gobernados por regímenes de fuerza, de uno u otro carácter o de diferentes ideologías.
Basta con pensar -dicen- que en las dictaduras no hay huelgas; que los obreros trabajan más horas, cobran menos y realizan sus labores sujetos a la vigilancia de capataces y comisarios, bajo la amenaza de castigo. Alemania —afirman— nunca fue tan fuerte, tan próspera, ni impuso tanto respeto en el mundo entero como bajo Hitler. Lo mismo ocurrió en Italia con Mussolini, en la URSS con Stalin, en Cuba con Fidel Castro o en España con Franco.
Se trata, insisto, de posiciones extremas y no de movimientos consistentes que convoquen abiertamente a dejar de lado a la democracia y a sus valores, pero que ponen de manifiesto de una forma cada vez más nítida una relación directa y estrecha entre el disfrute de las libertades públicas y el desempeño de la economía.
La esperanza democrática
Son los científicos los llamados a estudiar en profundidad hasta qué punto el deterioro de la economía puede traer aparejado el retroceso de la democracia y la libertad en los países centrales, y si los países emergentes, con sus fórmulas autoritarias o populistas, constituyen un ejemplo a imitar por aquéllos.Lo que parece claro es que la prosperidad creciente de que disfrutan los países emergentes impedirá, en el medio plazo, que sus sociedades -a pesar de la mejora relativa de los niveles de vida- avancen en una línea de expansión de las libertades, de respeto de los derechos humanos, de afirmación del Estado de Derecho, de alternancia en el poder y de incorporación de las minorías a los mecanismos de decisión púbica.
En la medida en que la bonanza económica que beneficia a estos países mantenga a una parte considerable de la población contenta, aunque se profundicen las desigualdades y se ensanche la brecha social, los partidarios de los modelos autoritarios podrán conseguir lo que sistemáticamente se les había negado durante el siglo XX: destruir las instituciones democráticas, conculcar las libertades e instaurar dictaduras, pero sin recurrir al uso de la violencia.
Solo queda la esperanza de que una pronta superación de la crisis económica en los países democráticos avanzados aleje definitivamente los fantasmas de la dictadura y que la recuperación de los valores tradicionales de la democracia liberal (que, por cierto, nada tiene que ver con el neoliberalismo económico) constituya una oportunidad y un estímulo para que los países con democracias recientes conviertan a la prosperidad en un instrumento para construir un sistema político en el que prevalezcan los derechos que derivan de la filosofía ética, política y jurídica de la democracia.