Los terremotos ya no son lo que eran antes. No tanto porque las fallas geológicas hayan seguido una evolución extraña a lo largo del tiempo, sino porque ahora los ciudadanos nos informamos de los sismos y de sus consecuencias de modo muy diferente a como lo hacíamos antaño.
Tiene mucha razón el doctor Ricardo N. Alonso cuando dice que ahora "todos somos expertos en sismos". Lo somos, en buena medida, porque estamos "enganchados" a la actualidad; porque no podemos desprendernos de su magnético influjo y porque hacemos lo indecible para enterarnos de todo, antes que nadie: en nuestras pantallas, en nuestros teléfonos móviles, en "tiempo real", como se dice ahora (un tanto inútilmente, ya que no hay nada más real -ni nada que lo sea menos- que el tiempo).
Hace algunas décadas -y no muchas, por cierto- aquellos incrédulos que por dormir profundamente la siesta no se habían enterado de los temblores, debían esperar a que don Juan Bautista Romero, también conocido a tres cuadras a la redonda de la calle Deán Funes al 400 como el Nono Mordancio, echara a funcionar las sobrecogedoras sirenas del viejo diario El Tribuno, que metían un miedo atroz en el cuerpo del más pintado; o a que don David Michel Torino colocara en la fachada del auténtico diario El Intransigente aquellos viejos pizarrones, escritos a toda prisa con letras de escándalo, que tan pronto anunciaban un sismo como el inminente asalto a nuestros cuarteles azules por los militares "colorados".
Todavía más. Había que esperar a que los hermanos Ortega descargaran frente a las viejas rotativas (que aún no eran de offset integral, como de todos es sabido) aquellas enormes bobinas de papel; siempre y cuando los fornidos hermanos hubieran conseguido ponerse de acuerdo con el ya mencionado Mordancio, que era el encargado de recibir el papel y también el responsable presunto de aquel viejo aviso que rezaba "Se compran trapos limpios en este diario".
Las viejas sirenas ya no suenan. Solían hacerlo antaño cada vez que el Señor del Milagro pasaba por el frente de la vieja casona de la calle Deán Funes, primera cuadra. Cuando sonaban, aquellas sirenas ponían los vellos de punta a un montón de salteños y salteñas que, con sufrimiento místico y entre suspiros, pronunciaban la piadosa frase de la poetisa que decía "Restaña tu herida, Señor del Milagro". Pero a quienes aquel ululante sonido inquietaba especialmente era a las señoras Solá Paulucci, que vivían a pocos metros del lugar.
Los que éramos radioaficionados ya por entonces debíamos transmitir información a otras latitudes del mundo, sin saber muy bien lo que estaba ocurriendo.
Las pizarras de los diarios no se usan ya desde que Onganía fue destituido por un movimiento interno de las Fuerzas Armadas; aquel que acabó llamando al general Levingston, que estaba pasándola fenómeno en los Estados Unidos. Poco después a los diarios se les dio por utilizar esos paneles de terciopelo negro a los que se les colocaba unas letritas blancas con patas, que también solían utilizar algunos bares del centro para poner su lista de precios a la vista de los consumidores (lo cual era inútil, porque al final siempre cobraban los imperiales al precio que se le antojara al mozo de turno).
El mundo de la comunicación y el del susto ciudadano han cambiado tanto, que estas cosas ya no dependen de los "trapos limpios" que compraba don Mordancio, ni de los sucios (de los que se encarga su posteridad) ni de las tizas aguachentas de don David Michel Torino.
Hoy los "opas" (como diría el insigne Bafle Montaldi para indignación de unos cuantos que realmente lo son) nos enteramos de todo por Twitter y otras redes sociales, a la velocidad del rayo, sin esperar a las bobinas de los Ortega ni a que Mordancio recargue el carburo a las sirenas; y lo hacemos con tal abundancia de datos que hasta nos damos el lujo de polemizar con los geólogos que han escrito voluminosas tesis sobre el comportamiento sísmico de nuestras jóvenes montañas.
¡Viva la comunicación!
De las sirenas de Mordancio y las pizarras de Don David, al Twitter
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