Si algún día se me ocurriera proponer a los salteños mi candidatura a Gobernador, seguramente les diría: «Un grupo de comprovincianos, de cuyo equilibrio mental dudo muy seriamente, ha resuelto que sea yo su candidato a Gobernador de Salta. He aceptado el desafío y, por tanto, competiré en las próximas elecciones y me someteré humildemente al voto de los ciudadanos».
Con este lenguaje, mi candidatura cosecharía seguramente unos cinco votos: dos en las mesas cercanas a la Biblioteca Provincial y los otros tres en proximidades del Potrero de Linares.
A nadie en Salta le interesa un candidato que anuncie su propósito de competir y menos uno que se muestre dispuesto a someterse, con humildad, al voto ciudadano: los salteños prefieren a candidatos que digan que van a «pelear», que se van a dejar la piel en el intento, que van a sacarle los ojos al rival y a beberse su sangre; que, más que debatir, van a reñir, a guerrear, a batallar; que van a entrar en el cuerpo a cuerpo ni bien alguien se meta con ellos.
En suma, que para los salteños lo políticamente «viril» (en el peor sentido de la palabra) es la «política agonal», la que implica lucha, victoria, derrota y muerte.
Obsérvese que los candidatos no dicen «voy a pelear por la Gobernación» sino «voy a pelear la Gobernación», lo que supone un matiz importante, ya que no es lo mismo luchar por alcanzar una meta que luchar contra la meta misma. En el primer caso, lo importante es la meta (la Gobernación); en el segundo es la lucha.
Pero no solo la carrera hacia los cargos públicos está contaminada por este pernicioso lenguaje. También se escucha por ahí a personas dispuestas a «pelear el Obispado», a «pelear el Rectorado», o, aun, por posiciones tan tranquilas como la de abadesa de un convento.
Esto de la lucha política está muy emparentado con la «militancia». Un ciudadano tranquilo, sosegado y pensante no es nadie. Es un muerto civil. El «militante», en cambio, rebosa vitalidad y rezuma testosterona por todos sus poros. El que «milita» solo sueña con entrar en combate. En Salta es muy fácil cumplir con ese sueño.
Se puede haber sido «militante» de las causas y las ideologías más absurdas, peligrosas, dañinas para el prójimo, irrespetuosas de los Derechos Humanos, pero el solo hecho de «militar» proporciona al «militante» un aura de respeto místico, una compasión general que habitualmente -y aunque el militante sea un estúpido total o un derrotado crónico- se corona con la consabida frase: «¡Es un luchador!».
Pienso, otra vez muy humildemente, que los salteños necesitan menos lucha y más ideas; menos barras bravas y más ciudadanía.
Básicamente, porque entiendo (y no se requiere demasiada sagacidad para ello) que nuestra lucha, que es cruel y es mucha, solo sirve para ocultar que nos faltan las ideas y la capacidad necesaria para producirlas o, simplemente, para hacerlas circular.
Por ello, se necesita más gente dispuesta a pensar, a debatir, a discutir -y, llegado el caso, a competir democráticamente- y menos gatos rabiosos con una especial habilidad para enseñar las garras y los dientes antes de que se les caiga una sola idea del cerebro.
Para darse cuenta de que necesitamos cambiar este enfoque estéril de la política, basta con comprobar dónde y cómo estamos después de haber invertido dos siglos en ardientes, complicadas e inacabables «luchas» políticas.
Dos siglos en los que, como aquellas fieras de la sabana que se transmiten mecánica e inconscientemente los hábitos de supervivencia, no hemos aprendido mejor cosa que saltar a la yugular de nuestros adversarios. Dos siglos y siete generaciones al cabo de las cuales podemos enorgullecernos en decir que, en vez de ciudadanos, nuestra sociedad se compone de feroces «peleadores».
Voy a pelear la Gobernación
Luis Caro
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