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La falacia de la gestión empequeñece a la política de Salta

Uno de los más graves problemas de la segunda década del siglo XXI es la creciente desafección de los ciudadanos hacia los políticos y la pérdida de confianza del pueblo en sus dirigentes e instituciones.

La reacción de los políticos frente a este fenómeno -que no solo les amenaza a ellos sino que pone en riesgo la estabilidad de todo el sistema- es bastante desigual y varía de país en país dependiendo de los diversos contextos culturales.

En general, la actitud de los amenazados -que son razonablemente conscientes de que la identificación política y la confianza en las instituciones de la democracia, son condiciones para la buena marcha de ésta- apunta hacia dos direcciones muy claras: 1) una mayor apertura y transparencia de las actuaciones públicas (lo cual en cierto modo es un contrasentido pues las actuaciones públicas, por su propio carácter, deberían ser siempre abiertas y transparentes) y 2) una mayor cercanía con las ciudadanos y sus problemas más inmediatos.

Salta y el auge de los 'gestores'

En Salta sucede algo parecido, pero ligeramente más grave. Aquí la reacción de los políticos ha consistido en intentar sacudirse la imagen de idealistas, soñadores y reflexivos para enfundarse el traje de «gestores».

El proceso parece obedecer a una lectura tardía de la célebre obra de Max Weber «El Político y el Científico», en la que el sociólogo alemán hizo una clara descripción de la política durante la República de Weimar que concluía en que el poder real se encontraba en la burocracia por la manifiesta ineptitud de los políticos para cumplir con su labor.

Para que esta operación alcanzara en Salta el éxito esperado fue necesario, desde luego, menospreciar al político clásico y arrinconarlo, colgándole las etiquetas de ineficiente, lento y pesado.

La idea consistía en ensalzar las virtudes de los gestores públicos (representantes de la «nueva política») y presentarlos como aquellas personas que en vez de ocuparse de las complejas cuestiones que afectan a unos intereses generales muy difusos y de resolver problemas colectivos que no siempre son bien comprendidos por los gobernados -como por ejemplo los desafíos del futuro- emplean su tiempo en realizar gestiones variadas, generalmente a pedido de pequeños grupos de ciudadanos con una cierta capacidad de presión local o, incluso, barrial.

El auge de los gestores y el correlativo declive de los políticos, lejos de dar los resultados esperados, ha ahondado aún más la brecha existente entre unas demandas sociales divergentes y un gobierno cada vez más falto de recursos financieros, de autoridad, de marcos institucionales adecuados y de las capacidades mínimas exigidas por un nuevo tipo de acción colectiva.

Un solo ejemplo pone de manifiesto esta lamentable involución de nuestra cultura política. Hace 50 años, los salteños procuraban enviar al Congreso Nacional a legisladores con una elevada capacidad intelectual, destacadas habilidades negociadoras y notables aptitudes retóricas. Es decir, buscábamos conformar las listas electorales con políticos capaces de aportar a los grandes debates nacionales persuadiendo o conmoviendo con su inteligencia, su bagaje cultural o su influencia político a sus colegas de otras provincias.

Hoy, por el contrario, un legislador nacional no sirve para nada si no es capaz de «gestionar», para mí y para mi vecino de al lado, una rebaja en la tarifa del gas, el pavimento para mi calle de tierra, un foco en mi esquina o policías que cuiden a mis gallinas. No los votamos para que sancionen leyes justas para todos los argentinos sino para que nos atiendan el teléfono cada vez que necesitamos algo.

En el gobierno

En el gobierno pasa tres cuartos de lo mismo. La actividad que despliega el gobierno de Salta demuestra que política ha perdido aquí su capacidad creadora y los políticos han renunciado al empeño de mejorar la democracia y de profundizar sus contenidos. Para una mayoría de altos responsables políticos salteños el tema más importante no es si la democracia logrará sobrevivir o si está en crisis sino en qué medida los líderes y las instituciones son realmente capaces de satisfacer las necesidades y expectativas de la gente.

Ya no hay ministros con una gran capacidad técnica en su área de política sustantiva. Hoy no nos valdrían, por ejemplo, sabios como Arturo Oñativia, porque antes que un gran político con ideas propias, técnicamente solvente y capaz de adoptar decisiones valientes e innovadoras, preferimos a una señora que salga bien en la fotos y que muestre una bonita sonrisa cuando los flashes la sorprenden regalando anteojos a los niños pobres. La solución de los problemas pequeños ocupa un tiempo y consume unos recursos que deberían dedicarse a la resolución de los problemas más grandes.

Por las mismas razones es que en Salta preferimos llevar a los primeros planos de la política a aquellos cuyos rasgos de personalidad revelan una inmadurez profunda para tomar decisiones, poco afectos a asumir responsabilidades, y a personas con criterios morales y éticos inestables. La opción por el gestor no comprometido, por el pragmático y por el obsecuente revela que la desconfianza o el temor hacia la política en Salta es muy grande.

El populismo ha empujado al gobierno a salir a los barrios. El imperativo de la hora es no esperar que las demandas ciudadanas lleguen a los decisores públicos por los canales institucionales habituales sino ir a buscarlas a domicilio, incluso antes de que las demandas se produzcan. Lo que está de moda ahora es anticiparse a los problemas (incluso creándolos allí donde no existen) y colocarle un anafe en cuotas a un ama de casa antes de que ésta alcance siquiera a pronunciar la palabra «gas».

Todo esto, qué duda cabe, le está haciendo un daño enorme a la política, no solo porque la vacía de contenido, convirtiéndola en un arte menor, sin vuelo, sin mística y sin ilusión, sino porque expulsa del sistema a los políticos capaces que no desean verse atrapados en la falacia de la gestión ni comulgan con la ideología de la exaltación de la minucia cotidiana. Y también porque cuanto más se estrecha el vínculo entre política y gestión más se multiplican las posibilidades de corrupción.

Por querer sacar a los políticos de su torre de marfil y «acercar la política a la gente», en Salta se ha ensanchado esa distancia crítica que separa el mundo político del mundo real.

El reemplazo de la política por la falsa ilusión de la gestión eficiente ha dado como resultado también que los candidatos, en vez de formular programas coherentes y sencillos, capaces de convencer a los votantes por su razonabilidad y por su nivel de compromiso con el progreso general, se presenten a las elecciones con una lista de «propuestas» tan minuciosa y particularizada, que el «contrato electoral» que proponen a los salteños tiene más variantes, condiciones particulares y letras chicas que los planes y tarifas que nos venden las compañías de teléfonos celulares.

Aunque las urgencias de la vida diaria a veces nos inclinen a pensar lo contrario, será siempre preferible un político idealista que, desde el respeto al interés general, asuma con serenidad la tarea de orientar a la sociedad hacia su futuro, que un «gestor» infalible y puntual que se preocupe por llevar su oficina al patio de nuestra casa y solucionar nuestros problemas más inmediatos como si nuestro prójimo no existiera.

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