Uno de los problemas más graves que acarrea el tener una clase política de larga trayectoria, envejecida y repetitiva, es la tendencia de los políticos a ver la realidad y los problemas colectivos a través del lente estrecho de su profesión.
Cuando la política se convierte en una actividad estable y remunerada -como sucede desde hace décadas en Salta- quienes se dedican a ella también padecen ese bias llamado con propiedad por los franceses «déformation professionnelle».
La solución de los problemas colectivos y los desafíos del futuro requiere algo más que un enfoque ideológico realizado por profesionales.
La política es, ante todo, creatividad y osadía. Quien dice practicar la política, de verdad, no puede ignorar que esta actividad nos invita permanentemente a crear nuevas formas de civilización, y no a quedarnos estancados en «institucionalidades» pretéritas, a las que solo por comodidad, pereza intelectual o interés atribuimos un carácter sagrado, inmodificable y perpetuo.
Como bien señala Bernard CRICK, «en la política, no en la economía, encontramos la creativa dialéctica de los opuestos: la política es la prudencia temeraria, la unidad diversa, la conciliación armada, el artificio natural, la contemporización creativa y el juego serio del que depende la civilización libre».
La política de Salta en 2015 se nos sigue presentando tan rocosa e irreductible como hace cien años; tan aplastada por su propia mediocridad como hace sesenta y tan confiada en sí misma como hace treinta.
En Salta no solo han desaparecido los partidos: también han desaparecido de la escena aquellos caracteres imaginarios dibujados por Crick, como el conservador reformista, el creyente escéptico y el moralista plural, cuyas cualidades son la sobriedad vivaz, la simplicidad compleja, la elegancia descuidada, las buenas maneras groseras y la eterna inmediatez.
Basta ver el pobre espectáculo de los candidatos en su monótona pero puntual danza de cortejo al poder para darse cuenta de que nuestros errores y nuestra estrechez de miras nos han llevado a criar unos monstruos monovalentes, de discurso plano y repetitivo, de imagen robótica y movimientos cuadriculados, que no se diferencian entre sí más que por la marca de las camisas que usan.
«A aquellos que solo tienen un martillo, todo lo que encuentran comienza a parecerse a un clavo», escribió hace 50 años Abraham MASLOW, psicólogo.
Esta ingeniosa línea, que es conocida también como la «ley del instrumento», rige en Salta más que la propia Constitución y sirve para definir el carácter de unos políticos que desde hace décadas dan vueltas como hormigas enloquecidas por los minúsculos túneles de un hormiguero en el que ya no caben todos y hace bastante que no penetra la luz. Unas hormigas que, por toda herramienta, portan un martillo, y que lo único que saben hacer, para lo bueno y para lo malo, es dar martillazos sobre clavos normalmente imaginarios. Así también nos va.
La única realidad que ven en su encierro mental es la que ellos mismos se han inventado para poder gobernar y para justificar su derecho a mandar sobre una mayoría, que hoy por hoy es incapaz de reaccionar frente a la injusticia, a la desigualdad y al secuestro del futuro.
Los políticos de Salta y la implacable ley del martillo
Luis Caro Figueroa
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