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Entre la praxis y el cemento, la política de Salta ha renunciado a construir el futuro

Probablemente lo peor que le puede suceder a una sociedad atrasada que aspira a progresar y a superar problemas ancestrales es que sus líderes confundan el idealismo con las ocurrencias y que la discusión general se desenvuelva alrededor de una agenda de temas, a la que normalmente los políticos se sujetan por comodidad intelectual o por imposición de sus merchandisers.


La receta más efectiva para perpetuar el atraso combina siempre alguno de estos ingredientes: 1) preocupación obsesiva por la gestión; 2) creencia de que el buen gobierno se identifica únicamente con las obras; 3) confusión entre la política y la conspiración y 4) denuncias y escándalos como motor y razón de ser de la actividad política.

Una sociedad necesitada como la nuestra tiene de estas cosas y de sobra. Lo que falta son líderes capaces de construir castillos en el aire; es decir, personas inteligentes e inquietas, dispuestas a crear de la nada, de cuestionarse una y otra vez lo que ven, de proponer experimentos y de no plegarse a las modas intelectuales o políticas.

Tenemos que admitir que en Salta abundan aquellos ingredientes que nos predisponen al atraso y que faltan esos líderes que nadan a contracorriente y quieren ponerlo todo patas para arriba.

La política tiene varias dimensiones y no se puede entender esta actividad en la medida en que prescindamos de algunas de ellas de un modo deliberado y consciente.

Por ejemplo, no podremos sobrevivir sin una reflexión política que penetre en la naturaleza profunda de nuestros problemas; es decir, que supere esa capa freática en la que se acumulan y reproducen los problemas menos importantes, o aquellos que a su vez derivan su existencia de problemas de más hondo calado, que no nos animamos, por miedo o por conveniencia, a encarar y resolver.

La hora de construir

Después de casi un cuarto de siglo de praxis brutal ha llegado en Salta la hora de construir.

Y bien difícil que lo tenemos, porque aunque quizá nos sobren albañiles para ello, lo que es innegable hoy en día es que escasean los ingenieros y, sobre todo, los arquitectos.

Los dos últimos gobernadores de Salta han dedicado su tiempo, sus energías y sus recursos a discutir poder, como les gusta decir a ellos. Pero esta discusión ha empobrecido a Salta hasta niveles de vergüenza, aunque todavía haya muchos a los que les cueste reconocerlo.

En este camino hacia el poder sólido y estable, se ha perdido la bioversidad política, que es esencial para la vida democrática. El pluralismo ha sido estratégicamente reemplazado por la peor versión conocida del caudillismo; hasta el punto de que las discusiones sobre las buenas o malas cualidades de los caudillos de turno han expulsado de nuestras reflexiones a problemas como el de la construcción de ciudadanía, el rescate de la calidad democrática o la recuperación de la dignidad intrínseca de la política.

Por ponernos a favor o en contra de los caudillos de turno, en Salta nos hemos olvidado de pensar en la importancia de proteger nuestra convivencia democrática frente a las amenazas de la crisis actual. A pesar de que en el último año se han multiplicado las voces que alertan sobre un agotamiento del modelo de perpetuación política inaugurado en 1983 por el gobernador Roberto Romero y que solo fue brevemente interrumpido por el digno mandato de Roberto Ulloa (1991-1995), no sabemos, no podemos y -lo que es más probable- no queremos formular nuevas propuestas en las que la calidad de la convivencia democrática entre los salteños sea un elemento central, con activa participación de la sociedad organizada y del tercer sector, que reclama a gritos ocupar los espacios que la política ha dejado vacíos.

No faltan por supuesto en Salta quienes aborrezcan a los teóricos de la política y condenen al destierro a los constructores de castillos en el aire. Hay todavía quienes consideran que la política y el pensamiento político son dos cosas distintas, y que -si por ellos fuera- deberían permanecer separadas por toda la eternidad.

Defiendo la idea exactamente contraria: La política no es solo denuncia, conspiración, rosca, obras públicas y evaluación de las políticas públicas. Es algo más, y para ese plus hay muy poca gente preparada. Lo cual no sería tan grave si al mismo tiempo no constatásemos que hay mucho menos gente todavía dispuesta a prepararse para abarcar a la política en su máxima dimensión.

Es un error pensar que la reflexión política en el nivel que nos hace falta para resolver nuestros problemas fundamentales es solo para unos intelectuales privilegiados. Al contrario, todos podemos alcanzar este nivel, con independencia de la calidad de nuestros pensamientos. Somos -como decía Aristóteles- animales políticos por naturaleza y estamos, por ello, naturalmente dotados para este ejercicio.

El pensamiento clásico y Maquiavelo

Lo que sucede es que mientras el pensamiento clásico propuso el estudio de la política como un objeto estrechamente ligado a los argumentos de tipo ético y a la búsqueda del bien común, con Maquiavelo, por el contrario, la política comenzó a distinguirse progresivamente de la moral y de la religión.

El hiperrealismo maquiavélico ha constituido, sin dudas, el punto de partida de un proceso de gradual atomización que ha dado como resultado el abandono parcial del objeto de reflexión del pensamiento clásico y el triunfo de perspectivas y enfoques fundamentalmente técnicos, que han puesto el foco y la atención en los aspectos más minúsculos de la actividad política.

A partir de Maquiavelo la reflexión política ha girado no sólo alrededor del concepto de poder, sino, especialmente, en torno a la institución que hace posible su ejercicio: el Estado. Esa especie de identidad teórica entre el poder y el Estado no solo ha determinado el desplazamiento del eje de los debates en las sucesivas reflexiones sobre la política, sino que también ha forjado una clase especial de políticos: los que solo entienden de poder y de gestión del Estado.

Pero la política está lentamente recomponiendo su objeto y recuperando aquellos elementos que la praxis había dejado aparcados en un nivel filosófico tan inalcanzable como pretendidamente inútil. Para decirlo en otras palabras, la política ha vuelto felizmente a explorar los límites de su completitud, y, al influjo de la recuperación de su potencia teórica, está demandando la aparición de nuevos líderes, menos prácticos, menos caudillos, menos denunciantes, menos escandalosos, pero más capaces de abarcar la complejidad de la sociedad y de abocarse a su resolución.

Es evidente que Salta necesita aquí y ahora de este tipo de líderes, para romper el círculo vicioso del caudillismo que degrada nuestra calidad institucional y nuestra vida democrática y para lanzar a la política hacia su destino natural: el de asegurar nuestra convivencia pacífica.

Pero ¿seremos capaces de encontrarlos?
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