Durante las últimas tres décadas, una elite relativamente minúscula, cuantificada de forma generosa en el 0,6 por cien del total de la población salteña, ha capturado más del 80 por cien del total de los bienes, influencias y prestigios disponibles en Salta.
Hablamos de una de las mayores diferencias internas que puede experimentar una sociedad que no haya atravesado por sucesos verdaderamente traumáticos como una revolución o una derrota militar.
La salteña es, desde hace bastante tiempo, una sociedad en la que el ganador se lleva todo y a nadie le parece mal que así suceda. La piedra angular de esta sociedad desigual e injusta fue enterrada en la interna peronista de 1983, ocasión en la que uno de los bandos en liza, con una muy pequeña diferencia de votos a favor y una ligera diferencia de rendimiento en contra, logró hacerse con el control de todos los resortes del poder político y social en la Provincia.
Desde entonces, Salta ha evolucionado, tanto en el terreno político como en el social; pero las transformaciones que hemos vivido en estos años apenas si han conseguido conmover este principio fundacional de nuestra pretenciosa democracia: el que gana aplasta al adversario, y no se plantea convivir con él sino más bien forzar su extinción.
Este patrón de distribución de recompensas -injusto y desequilibrado- se ha exportado de la política a otros campos de la vida social: el derecho, la justicia, las finanzas, la salud, la educación, la cultura y la comunicación, por no citar sino a los más importantes.
El resultado es que, al lado de la creciente brecha entre ricos y pobres, que se agranda cada día gracias a la complicidad del gobierno, comprobamos que hay importantes profesiones -como la ingeniería, la enseñanza o el derecho- que experimentan la dolorosa necesidad de mayor talento y parecen condenadas al estancamiento y a la mediocridad, a causa del ahogo a que está sometido el pensamiento libre. El implacable énfasis en mostrarse ganadores en unas elecciones populares se ha trasladado también a los resultados de los procesos judiciales, a la valoración de los productos culturales e incluso a las actividades deportivas, de una forma tan intensa que nuestro discurso social aparece hoy impregnado de un afán desmedido por batir al oponente e impedirle, por todos los medios que sean posibles, que viva, produzca o piense junto a nosotros.
Nadie quiere perder en Salta, porque hacerlo trae aparejada una inmediata condena al ostracismo. Y lo peor que se puede hacer para mortificar a un salteño es negarle su pertenencia a la tierra.
La división y el enfrentamiento que (con cierto dolor desde la distancia) hoy vemos en el mundo de la justicia provincial es solo un epifenómeno de la sociedad de ganador único. Con el añadido de que en el mundo del derecho y de los pleitos judiciales, a pesar de que la realidad no se nos presenta en términos binarios, los enfrentamientos suelen ser más encarnizados, cuando no brutales.
Pero si hay alguna esfera de la actividad humana en donde no hay winners y losers separados por una línea dura, ese es el mundo de la reflexión jurídica. La norma es una herramienta para alcanzar la composición justa de las controversias, para evitar la violencia e ilegalizar a la venganza privada. No es, por tanto, un remedio para liquidar al adversario. De allí que las buenas razones jurídicas no sirvan nunca para ajustar cuentas, como podrían hacerlo, por ejemplo, los políticos o los criminales, que son dos colectivos que, desgraciadamente, en Salta se parecen cada vez más. Tenemos que evitar entre todos que también el mundo de la justicia termine identificándose con aquellos.
La mejor razón jurídica no es la que declaran los tribunales, sino la que se impone por su lógica, por su argumentación racional y rigurosa, y por su nivel científico. Nadie es más sabio por el cargo que ocupa; más aún en aquellos lugares en donde el saber más no se recompensa con un cargo, sino que, a la inversa, los cargos -especialmente los más altos- se han convertido en el refugio seguro de los más mediocres. Así ha sido desde que existe el derecho y así será mientras exista -como decía Carlos Cossio- «conducta humana en su interferencia intersubjetiva».
Es antidemocrático, además de poco realista, pensar que la razón jurídica habita solamente en los despachos de los jueces. Entre otros motivos porque los jueces son seres humanos como los demás, que han estudiado en las mismas facultades de derecho que los que no son jueces y a veces saben menos de las normas que aplican que los profesionales que representan a las partes de un litigio.
Aun en sociedades desvertebradas y cainitas como la nuestra, el juez que decide las controversias adquiere su prestigio solamente cuando demuestra que es capaz de cumplir con las leyes vigentes y no cuando las enmienda a su gusto, en nombre de sus convicciones personales, de su íntima idea de la justicia, o lo que es todavía peor: en nombre de objetivos políticos señalados por quien los manda. Un juez es un mal juez cuando prefiere decidir un asunto de espaldas a la ley y concede preeminencia a los precedentes judiciales o a las opiniones de autores que muchas veces nadie conoce, con la intención de acomodar la legalidad, para deformarla o para negarla.
Pero lo peor, sin dudas, de este enfrentamiento brutal en los estrados judiciales, es que lo que podríamos llamar «la mitad triunfante» parece decidida y determinada a negarle el derecho a existir a «la mitad contrincante». Y viceversa.
Permítanme advertirles, a unos y a otros, que, de continuar por este destructivo camino, nuestra sociedad desaparecerá en poco tiempo, engullida por los odios y cegada por los apetitos de venganza.
Y recordarles, por si a alguno se le ha olvidado, que los pueblos más inteligentes del planeta, los que han alcanzado las cotas más altas de civilización y de racionalidad democrática, son aquellos en los que se ha impuesto el pluralismo jurídico por sobre las mezquinas limitaciones del pensamiento único. Los verdaderos «ganadores» no son los que arrinconan y pisotean a sus adversarios, sino aquellos que demuestran su capacidad y su sabiduría allí donde las diferentes corrientes de pensamiento coexisten y se enriquecen las unas a las otras en un proceso dialéctico continuo, que es el que definitivamente apuntala su desarrollo, su dinámica y su integración en el sistema total de las actividades sociales.
Soy perfectamente consciente de que una tregua entre los dos bandos muy poco va a mejorar el panorama global, pues me doy cuenta -no sin espanto- de que la mitad de la sociedad piensa que la otra mitad no tiene derecho a existir y que debe ser expulsada del territorio. Sería muy ingenuo pensar que en el enfrentamiento entre juristas de Salta de uno y otro signo como en una disputa entre caballeros. Desafortunadamente no sucede así. No solo porque la caballerosidad no es algo que se enseñe en las facultades de derecho y es un valor normalmente ausente de la vida pública (desde aquella infausta interna de 1983), sino porque, según lo que llevamos visto, este espectáculo que venimos presenciando desde hace unos cuatro años es más propio de verduleras alborotadas de que juristas.
Lo que sí me parece importante destacar es que en una sociedad en la que el ganador lo captura todo, todo aquello que -como la interpretación de la Ley o de la Constitución- aparece como opinable y relativo, en Salta adquiere el rango de dogma absoluto. La sanción judicial de una determinada forma de interpretar o aplicar el derecho, apoyada en la muleta del poder, no es sino una forma de machacar al contrario para hacer al poder más visible y, si acaso, más vigente. Es también una forma de ratificar que convivir pacíficamente con el adversario no es una aspiración compartida sino una abominación, una anomalía que debería ser corregida, segada de raíz y por la fuerza.
En mi opinión, unos y otros deberían darse cuenta de que esta forma de solventar las disputas es la que mejor se ajusta a un plan preconcebido para liquidar la justicia y sustituirla por la razón del más fuerte.
¿Es esta la democracia que queremos y de la que tan orgullosos estamos? Si es así, que alguien levante la voz y lo diga sin tapujos.
La otra mitad de Salta también tiene derecho a existir
Luis Caro
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